Elviro Aranda Álvarez, Catedrático de Derecho Constitucional (Universidad Carlos III de Madrid)
A la Unión Europea se le acumulan los motivos para hablar sobre su futuro. Quizás sea algo que no debería extrañarnos en una organización política que desde su fundación se ha construido a partir de dos grandes modelos que luchan por imponerse: el de aquéllos que creen en una Unión Europea federal y supranacional, para los que la conformación de una ciudadanía europea legitimadora de sus poderes es fundamental, y el de aquéllos que tan solo ven en la Unión una organización internacional de carácter interestatal, para los que la legitimación del poder reside en los Estados que la conforman. En todo caso, lo cierto es que, si las razones preexistentes al día en el que se ideó la Conferencia eran importantes, los nuevos acontecimientos -y estamos pensando en el Covid-19 y sus efectos sociales y económicos- han terminado por agudizar aún más la necesidad de ese debate. Desde el punto de vista procedimental, la gran cuestión es cómo se ha de desarrollar esa discusión europea: para unos, lo fundamental es que el Parlamento Europeo y los partidos políticos de espectro supranacional sean los verdaderos protagonistas y canalicen las iniciativas participativas que ofrecen los instrumentos de intervención directa de los ciudadanos; para otros, lo importante es que las instituciones que expresan la voluntad de los Estados -Consejo Europeo, Consejo- lideren el debate y la participación de la sociedad civil se haga de forma estructurada en torno a los grupos organizados -asociaciones más representativas, asociaciones sectoriales o asociaciones no gubernamentales-. También aquí, los fines y el significado de la participación responden a dos objetivos bien distintos: la de quienes buscan participación ciudadana para reforzar la democracia y la de aquéllos que creen en un modelo de participación corporativa que complemente las decisiones políticas de los Estados.
Para saber dónde no situamos con la Conferencia que ahora se ha inaugurado, deberíamos empezar por recordar su origen. La decisión política que la pone en marcha fue expresada por primera vez por la entonces candidata a presidenta de la Comisión Europea -Sra. von der Leyen- en el discurso de apertura del Parlamento Europeo de junio de 2019. Allí se decía que la Conferencia debía ser la oportunidad para participar en un debate más estructurado, con el objetivo de mejorar el funcionamiento de la Unión no solo en términos de dinámica institucional, sino también en lo que respecta a las políticas. No debemos olvidar que para las elecciones al Parlamento Europeo de 2019 se debatió la posibilidad de poner en marcha el sistema de candidato principal en las listas electorales para que fuera el elegido para presidir la Comisión. Propuesta que no salió adelante, pero que contaba con muchos partidarios entre los Estados y las instituciones de la Unión, hasta el punto de que será la propia von der Leyen la que, en su discurso de apertura, se mostró partidaria de reforzar el sistema del candidato principal en las elecciones europeas, así como de abrir la puerta a la creación de listas electorales trasnacionales. Quizás las reformas institucionales necesarias para la creación de listas electorales trasnacionales y un sistema de elección del Presidente/a de la Comisión más democrático fueran asuntos que espolearon la activación de la Conferencia, pero sin duda no son los únicos y, ni tan siquiera, los más importantes. Si echamos la vista atrás -basta con situarnos en la legislatura anterior, 2014 2019-, comprobamos que las razones para un debate sobre el futuro de Europa ya eran múltiples entonces y todas de gran envergadura: se había salido de la crisis financiera más grave que hasta ese momento había vivido la Unión -2008-2013- y la UEM requería ajustes para no incurrir en los problemas financieros y presupuestarios que durante esos años habían sufrido muchos países europeos; se estaban cerrando los últimos “flecos” para la finalización del Brexit y se requería alumbrar una nueva fórmula para seguir cooperando con un país de la importancia del Reino Unido; estalló una crisis de refugiados que ponía en peligro el proceso de integración de la inmigración en los países europeos, además de afectar de forma desigual a los distintos Estados; y, para no extenderme más, se había generado una crisis institucional ante la imposibilidad de seguir tomando las grandes decisiones políticas por consenso fruto de las enormes diferencias políticas, económicas y sociales entre unos y otros Estados. El último problema en este ámbito es la dificultad que tiene la UE para hacer cumplir los principios del Estado de Derecho a países como Hungría o Polonia.
Algunos de estos problemas dieron lugar a declaraciones de presidentes que precedieron en el cargo a la Sra. von der Leyen que también se hacían eco de la necesidad de hacer cambios con el objetivo de reforzar la Unión Europea. En concreto, el presidente Juncker (2015) patrocinó el llamado Informe de los cinco presidentes con el cual se pretendía que, a partir de las lecciones que nos había ofrecido la crisis de 2008, se reforzara la Unión Económica y Monetaria en un margen de tiempo que se extendía de 2017 a 2025. También el presidente Juncker (2017) fue el impulsor para de la Comisión Europea, con la excusa de la Cumbre de Roma del 25 de marzo de ese mismo año en la que se celebra el 60 aniversario de la Unión, presentará El libro blanco sobre el futuro de Europa, en el que se analiza de qué forma evolucionará Europa en el siguiente decenio.
Pero como decíamos al principio, el tiempo transcurre y las razones para un debate a fondo sobre el futuro de Europa no se reducen, sino que los nuevos acontecimientos profundizan en la necesidad de dicho debate. En el año 2020, cuando se iba a iniciar la Conferencia prometida por la presidenta von der Leyen, aparece de forma inesperada y sorpresiva la pandemia del Covid-19 que, además de retrasar dicho evento, genera una gran crisis en el ámbito sanitario, laboral, social y económico que nos sitúa ante la necesidad de que la discusión sobre el futuro de Europa tenga que ocuparse no solo de los problemas antes citados y de la crisis sanitaria generada por el coronavirus sino también de sus repercusiones sobre la economía y la sociedad europea. Por ejemplo, en el ámbito económico, la crisis del Covid-19 dio lugar a que, en marzo de 2020, la UE tuviera que activar la cláusula general de salvaguardia (según el PEC en sus términos de 2011) que permite una desviación temporal del funcionamiento habitual de las normas presupuestarias en una situación de grave recesión económica. Dicha suspensión de las normas económicas de la Unión sigue vigente a día de hoy y no está previsto que se retire hasta finales de 2022. En ese momento, la Unión deberá cuestionarse si el marco de la gobernanza económica europea tras el paso de la crisis del Covid-19 sigue en los términos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) o se discute su modificación.
En definitiva, parece que hoy, más que nunca, se hace urgente afrontar los grandes retos que tiene Europa y su futuro tanto en sus políticas como en su organización institucional. La cuestión es si los términos en los que la declaración constitutiva de la Conferencia se ha planteado son los más adecuados para afrontar en profundidad los graves e importantes temas a resolver, a la vez que se conjugan los intereses de los Estados y la centralidad política que ha de tener el Parlamento en un modelo de democracia representativa. No debemos perder de vista que, con toda seguridad, muchos de los cambios que se van a plantear en los debates de la Conferencia van a requerir la reforma de los Tratados.